jueves, 28 de mayo de 2009

Estaciones sin Rostro

Miércoles 27 de Junio, Estación de Metro Plaza de Armas, 4:13 pm

La estación de metro de la plaza de Armas está ubicada en el punto cero de la ciudad. La cantidad de gente que fluye por las calles aledañas y que utilizan el medio de transporte más querido por los santiaguinos (hasta la llegada del Transantiago) es incuantificable. Escolares, vendedores, adultos haciendo trámites, oficinistas por montones: la multiplicación exacta de todos los personajes de “la oficina” del Japenning con Ja: Canitrot, Gertrudis, el Señor Zañartu o el inconfundible Espinita.

El tránsito de personas no se detiene ni un solo segundo, entrando o saliendo de la estación, subiendo o bajando esas escaleras infinitas que llevan a destino. Lo primero que impresiona es la cantidad de mujeres teñidas que hay en esta ciudad. Será que en un lugar así es más fácil contarlas, pero es realmente impresionante la cantidad de “rubias naturales” que se tiñen “las raíces negras” en este país tan aglosajón.

Las boleterías expuestas en el centro de la estación
están vacías. La gente se atocha ahí sólo a la hora de cargar la tarjeta Bip. Por mientras, el torniquete que cobra el pasaje escolar está atiborrado de gente. En la fila, un viejo y joven pelean por quién pasa primero. Se gritan y empujan pero muy gallinamente. Pasa el viejo primero, después el joven y todos como si nada. Bip-bip-bip suena la maquina incansable todo el día. Las paredes y los escalones están limpios, prolijos de basura o de rayados. Parece que era verdad el mito que decía que el transporte subterráneo chileno era el mejor del mundo.

El ruido del metro llega a la estación, el carro se detiene y abre sus puertas. Es de los antiguos y en el vagón van dos jóvenes que conversan fuerte tiradas en el piso sobre un carrete. En la esquina un rubio de ojos rojos mira el suelo con cara de pena, ve a la gente mas no es capaz de sostener la mirada. Tiene los ojos con lágrimas contenidas pero no llora. Apoyados contra los vidrios de las puertas que no se abren, va una niña de unos 12 años con su papá. No hablan de nada, viajan en el más absoluto silencio. La cara inexpresiva que tienen todos los pasajeros, exceptuando al que observa con cara de suicida y las minas que hablan en el piso, es exactamente igual. Se miran en los reflejos, se arreglan y siguen con cara de nada. Una insoportable cara de nada que parece como si fuera a explotar a la mínima provocación en gritos o golpes.

Estación de Metro Baquedano 4:17 p.m.

Antes de llegar a la estación toda la gente que se quiere bajar prepara su descenso. Es una de las estaciones más transitadas de las cinco líneas que recorren Santiago ya que se intersecta en este punto con la línea uno. El conductor con una voz seria anuncia por el altoparlante el arribo a la estación de trasbordo. Las niñas que hablan se paran y se limpian el pantalón en la parte trasera, asumiendo que lo tienen entierrado. Los asientos se desocupan y llega el único momento del recorrido donde padre e hija intercambian palabras. “Apúrate, ven a sentarte conmigo”.- le grita el papá a su hija. Es que en el metro los asientos se han transformado en algo insuperablemente valioso desde que el espacio personal en el transporte se vio disminuido ostensiblemente gracias a la inconmensurable cantidad de gente que lo usa por el Transantiago. La adolescente se mueve rápida, certera, como si en el asiento se le fuera la vida.

El pito y el ruido de las puertas anuncian un rápido cambio de pasajeros, tres segundos de espacio para que nuevamente entren y salgan aleatoriamente personas a gradiente y a contra gradiente de concentración. El potencial suicida y las niñas que no se callan, se bajan y se suben nuevos personajes. Esta vez, dos mujeres de unos 40 años cada una. Una, con melena castaña un poco roja y por supuesto, una platinada con el pelo crespo y largo hasta la cintura. Comenzaron a hablar despacio, pero a medida que avanzaba el metro por la infinita línea cinco, la vergüenza despareció: primero hablaron de unos inversionistas japoneses y unas exportaciones “que iban a ser todo un éxito” como si ambas fuesen dueñas del negocio del siglo. Luego desviaron la conversación de tal manera que terminaron hablando de una mujer cuyo marido le ponía el gorro y que no era del total gusto de la blonda: “es que es asqueroso, un wn así, que no se lava ni las manos, lo encuentro cochino, sucio. Aparte tiene una amante y no una amante cualquiera, ¡una prostituta!” dijo la mujer subiendo aún más la voz.“Yo sé que el marido (el cochino) tiene plata, de hecho, una constructora, pero creo que lo pilló con los calzoncillos ¡en la mano! Igual ella lo trataba súper mal, siempre se creyó más que él. No sé realmente, después de esto da pa’ todo”.

A estas alturas el vagón completo estaba en conocimiento de la historia y la opinión de la blonda quien aumentó sus decibeles forma dramática, perdiendo todo el sentido de la intimidad. Una historia sabrosa expuesta en un lugar público de manera privada: se apropian de los espacios que no son de nadie y los hacen suyos, contando eso que no le puede decir a nadie, abusando descaradamente del “nadie me conoce aquí”.

Tramo Irarrázabal – Vicente Valdés 4:26 pm

El ambiente dentro del vagón sigue igual de insulso

que al principio. Sin embargo, ahora el tren pasa de estar metros bajo la gente a estar unos cuando sobre ella. La gente sigue igual, con las mismas expresiones, pero ya no miran hipnotizados las luces del túnel sino que experimentan con el paisaje que generosamente Av. Vicuña Mackenna que les ofrece: Industrias, ventas de bodegas, automotoras, malls, universidades privadas, museos, cárceles, moteles, colegios, basurales, sanjones, pobreza, ostentación, elite y marginalidad. Todo en una animación hecha de papel de 25 minutos, donde no puedes detenerte a mirar nada en profundidad.

Al llegar a la estación Vicuña Mackenna, el tren entra al túnel y repentinamente cambia el lado por el cual se abren las puertas. Damn it! Han cambiado las reglas y la gente que no las conoce se asusta. La falta de humanidad impresiona entre los usuarios del metro. Sin permisos, ni miradas, ni disculpas ni “deje bajar antes de subir” se escuchan entre los pasajeros quienes adoptaron como un mal hábito la ley de la selva. Tampoco conversan. Exceptuando al señor que se sacaba la mugre que tenía entre los dientes, quienes van solos se comportan como entes, como gente que odia vivir.

En Vicente Valdés se bajan todos y el vagón se queda instantes desolado. Se vuelven a subir pasajeros y exceptuando los pololos que ríen y están en el fondo, el ruido del vagón es igual a como si no hubiese nadie. Nulo. Silenciosos, distantes, urbanos, partes de una ciudad en donde sólo audífonos pueden hacer compañía mientras que la música del metro se repite todo el día sin parar, al igual que los pasos de la gente que a tientas busca su destino en los andenes de estaciones con nombres pero sin rostro.