y cuando estaba empapada en llanto, llegaste con tus pesadeces y tus ojos celestes a consolarme.
te sentaste a verme llorar como una cabra chica, mientras me tapaba por el saco de dormir. De pena y de amor te pedí que te quedaras y en un huequito de mi cama, con las dudas y el miedo nos quedamos dormidos, asumiendo reglas que nadie había hablado. La mañana llegó a saltos y en horas infinitas jugamos a que la inocencia de esas manos era verídica. Pero mi orgullo, ya debilitado sólo por el hecho de estar ahí, me obligaba a huir del olor a humo que brotaba de su pelo. Yo anoche lo había visto hacer lo mismo con otra mujer, no me iba a engañar dos veces. Y cuando ya estaba a un centímetro de su cuello, respirando sobre sus hombros y sus trancas, cuando él creía ganada la batalla, me levanté con el mar en las rodillas y la certeza absoluta de que lo esquivaría cuanto pudiera. Que más que recorrer mi espalda con sus manos, no tendría el privilegio de robarme un beso ni tomar mi corazón y tirarlo al viento como lo hace con todo lo que pasa por sus manos.
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